miércoles, 1 de febrero de 2012

Culpino



                                                                                                               Andrés Sobico

    Culpino era muy gracioso, o mejor dicho, había sido muy gracioso; porque desde que su mamá se había muerto de la risa, no había querido decir más chistes.

    -Su señora madre ha sufrido los siguientes síntomas- le había informado uno de los tres médicos que habían hecho la autopsia -a saber: dilatación de bronquios, agrandamiento de las pupilas, ultraceleración de la frecuencia cardíaca, arritmia de los músculos estomacales,  hiperproducción de las glándulas suprarenales, y un endorfinismo agudísimo.
    -¿Podría explicármelo más clarito por favor doctor?
    -Por supuesto niño Culpino: su madre ha sufrido una altísima descompensación del sistema nervioso simpático.

    Culpino, que era muy inteligente, preguntó a los tres médicos lo que más temía:
    -¿Ustedes quieren decir que mi mamá se murió… de risa?
    -Sí, y muy contagiosa…- contestaron los tres a la vez, mientras trataban de aguantar la risa.

    A pesar de que ya había pasado un tiempo prudencial de aquel funesto episodio, Culpino ya no decía más chistes. No es que se le habían dejado de ocurrir ocurrencias recurrentes, para nada, su don humorístico seguía intacto; dos, tres, y a veces más veces cada día le saltaban a la mente gracias geniales.
    Era tan bueno lo que se le ocurría, que debía hacer un esfuerzo sobrehumano para no reírse, se daba cuenta que si soltaba la carcajada sin causa aparente, alguien le podría preguntar de qué se reía, y si contaba eso tan pero tan gracioso entonces algo funesto le podría suceder a otros, o a sí mismo incluso.
    Él creía que su problema era genético, su mamá siempre había sido muy ingeniosamente graciosa “La risa la mamé de chico ¿Qué puedo hacer? Debe ser que la tengo inscripta en mi A.D.N” pensaba preocupadísimo… o sea, Antes De Nacer” pensaba, y se aguantaba la risa.
    Su cerebro parecía trabajar por sí mismo, implacablemente, buscando inventar cosas graciosas; él llevaba una vida normal, se despertaba y se lavaba todos y cada uno de sus dientes, se peinaba con su peine haciéndose la raya del lado correcto, saludaba a su bandera cada mañana en la escuela, escuchaba atento y vigilante a la seño explicando la germinación del poroto, o ponía todo el empeño en seguir algún discurso de la señora vicedirectora ; y después, a salida de la escuela cruzaba la calle a cuanta viejita se le apareciera, bajaba gatitos tontos de  los árboles, y en su hogar hacía todos su deberes escolares, lavaba el vaso después de tomar su gaseosa; en fin, hacía todo lo que un chico normal está dispuesto hacer cada día por el bien de la higiene y el progreso de la humanidad.
Pero su mente era indomable, en cada uno de esos quehaceres se le ocurría algún chiste, alguna gracia genial le saltaba a la mente como si tuvieran vida propia, y entonces  otra vez ese dolor en la panza, ese morderse los labios, ese sentir que los oídos le iban a estallar de la risa contenida, y lo peor era no poder compartirlo con nadie, para evitar un desastre quizá cataclístico.

    Hasta que un día conoció a Remedios; un chica nueva que había entrado al grado ese año.
    Su característica principal era que ella no podía parar de decir chistes malos, muy malos; y no eran que no tuviesen éxito, de ninguna manera, siempre alguien se reía.
    Con la llegada de Remedios, Culpino empezó a tener tres problemas:
    Primero, los chistes de Remedios no le hacían ninguna gracia, no le daban ni una chispita de risa; porque además los contaba muy mal.
    Segundo, sabía que cualquiera de sus propias espontáneas y graciosas ocurrencias recurrentes eran el triple mejor que el mejor de los chistes de Remedios, que además los sacaba de un libro de chistes bastante trucho.
    Lo tercero es lo más grave del asunto: Culpino se había enamorado de Remedios desde la primera vez que la vio; y la segunda vez que la vio se enamoró el doble, y cuatro veces más la tercera.
   Justo a él, que siempre se había reído de los enamorados que decían “hasta el cielo”.
    Y para peor, ella no lo había mirado ni media vez, era obvio que ella creía que él  era un amargado, o un chico serio y solemne, Remedios no sabía lo gracioso que había sido él antes del funesto acontecimiento, y mucho menos sabía Remedios que él seguía con su cerebro chistístico a todo vapor.

    Culpino sabe cuál es la solución, pero teme a las posibles funestas consecuencias.

    Anoche no pudo dormir, a la tercera vez que cambió la funda mojada de su almohada se decidió.
    Hoy va a la escuela con paso firme y el pecho inflado, aunque por dentro está temblando; sabe lo que tiene que hacer, se va arriesgar.
   Porque antes que morir de amor, prefiere matar de risa.

                                                      fin…